Un tablero colgado de una pared, que rebosa fotografías, recortes de revistas, pegatinas, entradas de conciertos… resulta para cualquiera una imagen familiar. De no tener alguno por casa, es sencillo encontrarlo en una ajena. Todas las imágenes y palabras, propias y extrañas, conviven sin prejuicios en el raso que impone esta superficie. La vida de su dueño se confunde sin remedio con recuerdos, ídolos de infancia, estampas de lugares lejanos y desconocidos. De forma parecida, los Beatles nos mostraron su propio cosmos en la portada de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, donde posaban junto a un curioso grupo personajes tan dispares como Oscar Wilde, Albert Einstein o Marilyn Monroe.
Muchos años antes, Max Ernst, uno de los principales referentes del movimiento dadá y el surrealismo, definió la creatividad como “aquella capacidad maravillosa que recoge realidades distintas entre sí y saca una chispa con su yuxtaposición”. El tablero funciona del mismo modo, pero de forma material. Fuera del individuo, colgado en alguna pared, une sin nexos distintas realidades en principio irreconciliables, para que prenda entre ellas una llama.
Esta quizás pueda servirle al artista como reclamo de las musas, con las que propagar el fuego prometeico a través de una nueva creación. Quién sabe si fueron esas las razones que llevaron a Ramón Gómez de la Serna –perfecto representante hispano de aquella efervescencia que fueron las vanguardias históricas– a construir su famoso estampario. Fotos y recortes resumían su universo personal en un gigantesco collage que fue elaborando en su estudio de la calle Velázquez, en Madrid, al tiempo que recogía de El Rastro todo tipo de cachivaches. Su despacho se convirtió así en un almacén de trastos cotidianos, viejas maravillas que rescataba del olvido y acumulaba como si viviera y trabajara en un museo.
Hoy, a muchos kilómetros y muchos años de distancia de aquella habitación congestionada que fuera fábrica de greguerías, en la calle Fernando IV de Sevilla, cada cierto tiempo alguien pasa frente a nuestro estudio. Inevitablemente se detiene para asomar su mirada al interior un poco más. Al fin, no puede contener la perplejidad, el asombro, y las consiguientes preguntas que se amontonan en su cabeza. Las situaciones que suceden a esta escena, del todo habitual, son también sorprendentes.
En Nömad también se han ido coleccionando multitud de objetos que, extirpados de su contexto –gracias, esta vez, no a El Rastro, sino a Wallapop–, se van transformando mientras conviven entre ellos. Un viejo horno turquesa da la bienvenida al aquel que entra por la puerta. En cualquier lugar inesperado salen al paso máquinas de escribir, videoconsolas, cámaras de fotos. Una escalera de madera sube a ninguna parte y una motocicleta cuelga del techo como si todo aquello se tratara de un taller de mecánica. De vez en cuando, incluso entra alguien pidiendo utilizar el servicio. Poco se le puede reprochar: hace décadas, el local lo ocupaba un bar, del que aún perdura la barra y los azulejos de la fachada.
Tras horas de trabajo, después de un continuo fluir ideas, las dotes creativas terminan por apagarse. La capacidad de la que hablaba Ernst no es eterna; no todos la han desarrollado y, quien sí lo hizo, apenas consigue un fugaz chisporroteo. En estos casos, tan solo cabe frenar, cambiar de lugar, probar nueva perspectiva. Para ello, una buena opción se encuentra tras la barra del estudio, donde fue colgado nuestro particular tablero. Una enorme pizarra que recoge las impresiones de quien quiera dibujar o escribir en él. Si esto no funcionara, tan solo basta levantar la vista. Una máquina tragaperras tumbada en el suelo hace las veces de mesa, y un ciervo de cartón interroga a quien se atreve a soportar su mirada.